jueves, 10 de septiembre de 2009


Tres historias
o
Las vicisitudes de un profesional en Cuba

El Trabuco de Alejandra felicita especialmente a los ganadores - y en general a todos los participantes - del concurso “Una Isla Virtual”: ¡gracias por alzar la voz por aquellos a quienes se les ha quitado el derecho a hablar!
Y ahora sí, aquí les dejo la segunda historia sobre las vicisitudes de un profesional en Cuba.

Historia 2:

Requiem por los dioses sordos

Calle 23 abajo iban Isabel y su madre con una mochila llena de ropas, unas cuantas jabas y la tristeza de regresar a la casa materna soltera y embarazada. Ninguna de las dos se ocupaban de las miradas de lástima que les dedicaban los que pasaban por su lado: estaban demasiado ocupadas preguntándose dónde acomodarían al niño que en cinco meses Isabel traería al mundo y cómo le alimentarían. El salario que Isabel recibía como arquitecta se elevaba a aproximadamente 400 pesos cubanos con los cuales no podía ni pensar en alimentarlo, vestirlo, comprarle juguetes, sacarlo a pasear. ¿Qué hacer?
Al llegar a la casa que la vió nacer Isabel se enfrentó nuevamente a la estantería de madera que unos 6 años antes su padre le construyera para que ella acomodara sus libros de arquitectura. Allí estaban todavía, derechos, limpios, organizados como dioses que la miraban desde un altar. Dioses que le habían hablado de sueños, aspiraciones, de hermosos edificios capaces de desafiar al tiempo. Dioses que le habían prometido ayudarla a poner un plato de comida en la mesa y que ahora callaban.
Al día siguiente le tocó hacer visitas de terreno. Debía verificar las condiciones de varios hogares. Sus informes servirían para que las oficinas de la vivienda autorizaran – o no - los cambios que los propietarios de esos hogares querían realizar en ellos. En la tercera casa que le tocó visitar habitaban una pareja de ancianos con su hijo y la esposa de este. La joven, original de Guantánamo, no podía beneficiarse de los suplementos de leche y carne que el gobierno, por estar embarazada, le enviaba a la bodega ya que no estaba inscrita en el registro de direcciones de su actual hogar. Su esposo había hecho la solicitud pero, para que fuera aprobada, un arquitecto debía constatar que la casa tenía la cantidad de metros cuadrados establecidos por la ley para albergar 4 ocupantes, en el futuro 5. Obviamente, no los tenía.
El joven miró desesperado a su padre cuando Isabel así se lo comunicó. Si no podían comprar en la bodega aquellos alimentos que tanto su esposa necesitaba ¿cómo los conseguiría? El no podía ni pensar en pagarlos en el mercado negro. Silenciosamente, el padre se retiró detrás de una cortina que daba acceso a su cuarto, improvisado en medio de lo que debía ser la sala. Al reaparecer le extendió una mano a Isabel con disimulo: contenía 10 pesos en moneda libremente convertible. Por su mirada, Isabel comprendió que aquello era posiblemente más de la mitad de todo el dinero que tenían.
- ¿No pudiéramos llegar a algún tipo de acuerdo? – le susurró el hombre.
Isabel calló y pensó en sus libros... también pensó en su hijo. Tomó el billete y comprendió que iba a estar allí para todo aquel que quisiera agilizar un trámite, adulterar una fecha, pasar por alto la falta de un documento vital. Sabía que a partir de ese momento le parecería que la gente en la calle la miraba solo a ella, que el policía que le sonreía desde la otra acera la vigilaba, que su colega estaba esperando el más mínimo desliz para denunciarla. Sabía que podía perder el título o, incluso, ir a la cárcel.
Esa noche guardó sus libros en una caja para que no la miraran, para que no le recordaran... al fin y al cabo no eran ellos, cargados de promesas, los que le habían permitido alimentar a su bebé.

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